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Rosario

Por Viviana Leandro Orejon

Entre el alba aparecía el pueblo, las franjas que separaban a las montañas del cielo eran exquisitos colores, que seguramente si me veías a los ojos, mis pupilas estarían teñidas de aquellos. Llegaba al pueblo de Rosario después de dieciocho años, sola como estaba acostumbrándome a viajar por el Perú. La precaución, el coraje y la seguridad son aliados míos para enrumbar a un viaje. Así llegué, con el corazón abierto para las nuevas experiencias y costumbres que caracterizan a un pueblo de la sierra en Huancavelica.

Tenía una dirección escrita, después de buscarla un rato, la encontré. Caminé hacia la casa entre árboles, la chacra y rosas blancas en el tejado. Estas iluminadas por el amanecer. Entonces mi corazón latía imparable, al ver a mi abuela en su hogar, preparando el desayuno en la mesa de madera frente a esa ventana que abría vista a un paisaje, pintado con montañas y los animales de granja. Allí el gallo tenía las alas iluminadas como terciopelos cambiantes en cada aleteo y el caballo con el pelaje marrón liso intocable.

Al mediodía, solía ir de caminata con Blanco y Moro, dos fieles compañeros, los perros que ayudaban a pastear los animales. Íbamos por los caminos que se hacían entre los campos de chacras, bajo un sol resplandeciente, el suave viento y el sentimiento indescriptible por la calidez que te regala el paisaje. Siento aún ese momento en mi corazón, la paz que te da un viaje y la alegría en el cuerpo.

Cómo amo los recuerdos, tomando el lonche a las cinco de la tarde con la abuela, poco antes de ir a recoger a los animales que andan por la pradera. Las canchitas serranas en un tazón, el sonido crujiente al morderlas, el aroma del té de muña y el vapor que se pierde en los tejados.

Caminando hacia la montaña, acompañada por la abuela, le pedí que nos detuviéramos a ver el atardecer. Y hasta ahora me caen lágrimas, por tanta belleza disfrutada, por el regalo que todos tenemos: la naturaleza. Allí el perfil de la abuela a contraluz con las montañas adornándolas y la tarde detenida en ella.

La melancolía que sentí en la carretera al irme de Rosario, me hizo sentir viva. Me recordó lo mucho que se puede amar lo bueno de la vida. Un viaje es un pellizco para darte cuenta dónde estás.

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