Por José Antonio Vega Mamani
Nunca creí ser un turista en la ciudad que me vio nacer. Y, contra todo resuelto, descubrí que uno nunca deja de descubrirse.
Tras cuatro años de residir en Lima, no creí ver a Tacna como tuve la oportunidad de verla hace poco más de un mes. Debo decir, sin embargo, que esto se dio gracias a un azar, aunque no crea en ello, del destino. Y de un viaje inesperado, aunque ansiado, junto a una persona muy importante en mi vida, quien nunca había conocido Tacna, mi ciudad natal.
Recuerdo que compramos los pasajes con un mes de anticipación, para asegurarnos y que no nos den los nervios de última hora. Me dijo que era la primera vez que viajaba en avión. Yo no recordaba la última ocasión. Así que nos tomamos de la mano cuando el avión empezó a moverse hasta que salió encañonado hacia “arriba, siempre arriba, hasta las estrellas”.
Debo decir que aquellos ocho días fueron de los que me demostraron que yo, un neonato tacneño, conocía poco, o nada, de su ciudad heroica. Lo primero que hicimos al dejar nuestras cosas en un hospedaje del centro de la ciudad, fue ir a comer picante a la tacneña con su tradicional pan marraqueta. Amantes eternos de la comida, fuimos a probar la melcocha, un dulce tradicional, quién sabe hecho de qué. Y aquella noche descubrimos el manto de estrellas de la noctámbula ciudad fronteriza.
Al día siguiente comenzó nuestro descubrimiento fuera de la urbe, allí descubrí lo poco que sabía de Tacna. Porque no sabía por dónde empezar. Pero, empezamos comprando un pasaje y subiendo a un pequeño van que nos parecía augurar un buen viaje. Y descubrimos Tarata, Pachía, Toquepala y en sus tierras encontramos géiseres, cataratas, puentes colgantes, jeroglíficos y tantos lugares que yo no imaginaba existían en Tacna, ¡hasta fuimos a Ilo!
Y aunque nos quedaron muchos lugares por visitar, ahora estoy convencido de que la única forma de vivir, es vivir cada día como si fuera un viaje. Con la pasión de descubrir de un niño, con la paciencia de apreciar de un adulto y con la sinceridad de nuestros ojos en cada momento que, al fin y al cabo, son lo único que podemos coleccionar: un álbum lleno de momentos. Esta fue la serendipia de mi viaje, sin esperar encontrar algo más, terminé por encontrarme conmigo y con el mundo.
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